Pasar página y olvidar,
como olvidaron nuestros abuelos,
el lenguaje sencillo de levadura,
gestos forzados por las
circunstancias.
Dejar atrás la experiencia
para encontrar el paraíso.
En la serie establecida,
el XXI es un siglo momentáneo
donde virus e ideas nacen y colapsan
como rascacielos invertebrados.
Multipolar, contradictorio,
un gatillo de benzodiacepinas
a punto de volarse los sesos.
El ciberespacio y sus eventos,
donde existir sin esencia es posible
gracias a códigos y algoritmos
encapsulados en silicio,
crea la ilusión de un Edén virtual,
un lugar ejecutable y caótico
donde nada es lo que parece.
Trascender en un flujo de datos.
Cigotos conectados 24/7
a una red de neuronas sintéticas.
Los grandes dilemas se diluyen
en una gelatina de emociones,
tan breves como profundas,
que socavan cualquier arquitectura.
No hay brechas sino tendencias,
lenguajes que inauguran el reino digital.
Promesas de inmortalidad entreveradas
con inquietantes predicciones.
Todo se expande menos la conciencia,
que permanece comprimida
en secuencias alfanuméricas.
El deseo es como la flor de un día,
caprichoso y radiante en su apogeo,
pero fugaz y esquivo como el pájaro
de tormenta.
Los pétalos se marchitan entre espinas.
Su color descifrado nos recuerda
lo que un día fue.
Bajo el halo de luz, la polvareda.
En el universo artificial, la proyección
de una ciencia infinita.
El futuro sucede,
son partículas selladas en la fosa.
Basta un recuerdo caprichoso
para volver al caos.
Antonio Soriano Puche – Virtual, “La gran duna” 2020
La ley dicta que si has sido fiel a tu palabra,
o conforme a ella lo que hiciste dio su fruto,
por pequeño que sea, encontrarás recompensa.
Quienes lanzan redes sobre ríos muertos,
o alientan el odio entre vecinos y hermanos,
aun teniéndolo todo a su favor,
sus frágiles máscaras caerán en la próxima tormenta.
Reír para desacreditar es más fácil que dudar.
Atacar con palabras vacías otorga prestigio.
Aferrarse a ilusiones,
haciendo que otros las sigan y las tengan por verdad,
así se mantienen a prudente distancia,
verdugos con apariencia de justos,
falsos con apariencia de libertadores.
Flotaba en mitad del océano, rodeado de gigantescos icebergs.
La caricia de unos tentáculos lo arrastraba hacia las profundidades.
Despertó con el corazón en un puño.
Entre los dedos su corazón seco se desgranaba.
Cerró los ojos, dejando poco a poco de pensar.
Agitaba una bandera.
Colores, ideas. Repetir gestos vacíos.
Despertó mareado. Quiso escribir aquel sueño.
Buscó en los cajones papel pero el papel borraba sus palabras.
Inútil, ensayar palabras sencillas que desaparecían.
Entonces oyó sirenas.
Tenía que escapar, deshacerlo todo,
subir por aquella cuerda que le quemaba las manos.
Intentó gritar desde la ventana pero no tenía voz.
¿Y saltar?
De pie en la cornisa vio personas sobre enormes flotadores
y niños con pistolas de agua.
Tres, dos, uno.
Cuando alguien pateó la puerta, tomó impulso y contuvo la respiración.
Volaba, rodeado de gigantescos edificios,
pero al despertar, lo inevitable, caer, caer.
¿Será el impacto definitivo, el fin,
o despertar para siempre?
Mientras sonaba la alarma, buceó hacia la superficie,
enredado en bolsas de rafia, en muñecas famélicas y en cordones de zapatos.
Al emerger agarró el móvil y lo destrozó contra la pared.
Le dolía la cabeza. Como un martillo que te golpea cada tres segundos.
Uno, dos, tres.